sábado, 22 de enero de 2011

Ziritione

Ilustración: Louise Pressager



Fuiste a un colegio de monjas. Un punto de partida inexcusable y lo peor es que se nota. Aunque tu familia no es católica (por lo menos, no practicante), en casa desde luego mamaste el discuro paternalista que se desprende de casi toda experiencia religiosa. A morro. En el nombre el padre, del hijo y del espíritu santo. 

El espíritu santo. El día que aprendiste que existía un ente abstracto que velaba por ti, provocó un punto de inflexión en tu corta vida. Desde entonces la figura del ángel guardián te llamó poderosamente la atención, aunque entre las monjas y Disney tenías una amalgama conceptual importante. Aquello de tener un espectro pegado al culo veinticuatro horas al día, siguiéndote a todos sitios y entrometiéndose en todas tus locuras en plan Pepito Grillo no tenía ninguna gracia. Tú venga a mirar a un lado y a otro a ver si le pillabas pero el hijoputa era más mucho más rápido: cuando tú ibas, él ya había vuelto. Ni soñar tranquila podías. Hacías experimentos para que se manifestase, cruzabas la calle sin mirar ambos lados imaginando que una mano gigante aparecería para salvarte y así podrías conocerle (ya que ibas a tener un detective privado que no dormía, la mejor estrategia era sin duda ponerle de tu lado) pero como el día D nunca llegaba, la curiosa chispa se fue apagando y empezaste a mirar a ambos lados de la acera, por si las moscas. 
Hasta que tus padres decidieron que ya eras suficientemente mayorcita (o a tu propia razón le chirriaba el asunto) te revelaron de golpe dos grandes secretos que convulsionaron tu pequeño mundo: el Ratoncito Pérez y el Ángel Guardían no existían (lo de los Reyes Magos lo dejaron para más adelante, uff) No les habías visto a ninguno de los dos, pero el sentimiento de pérdida era desconcertante para una cría que debía de rondar los 9 años. Quince años después, el desasosiego de saberte sola no te ha abandonado. 

Parecería que a veces necesitamos de un observador ante el que justificar nuestros actos. Todos vivimos siempre para ese Espectador, por él. Cada uno tiene su propia versión: los virtuosos prefieren a Pepito Grillo, el Ángel Guardián es el de los místicos y los Antepasados de los conservadores. Los amorosos tienen pareja y los realistas no lo necesitan. Los optimistas prefieren el abstracto Destino y los pesimistas se quejan de que el suyo les tiene manía. Todos tenemos preguntas que no sabemos contestarnos. A veces no estaría mal contar con alguien que, conociéndote mejor que tú mismo, pudiera ayudarte a responderlas sin empacharte de paternalismo, con desprendimiento. 

Quince años después, mientras cuelgas el teléfono, realizas que sí existe. No es un espíritu verde ni una doctrina barata, sino tu hermana. No una hermana cualquiera, tu Hermana Mayor. Única, así se llama y así (,) la quieres. La primera persona que te envidió cuando naciste, también la primera en robarte una gominola. En jugar contigo a las casitas, en cuidarte cuando tus padres no estaban, en protegerte delante de ellos, en enseñarte a jugar a las cartas, en hacerte trampas, en hacerte juegos de magia, en ayudarte con las clases de filosofía, en contarte chistes verdes, en hablarte de chicos, en ofrecerte un porro, en enseñarte a sortear los obstáculos paternos para salir de jarana, en discutir sobre política, en enseñarte a conocerte, en descubrirte a Bolaño. Tu ventana al mundo. La primera persona a la que admiraste y la primera persona a la que, todavía hoy, llamas cuando sientes que algo no anda bien. Su número tiene casi 10 dígitos, pero te los sabes todos de memoria. 

La gente siempre te hace notar que sonríes más de lo habitual, lo que no saben es que es porque tú la tienes. Lo siento, es Única, y venía de serie. Con Ziritione. 

Amén.

P.d.: Llámame. 

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