miércoles, 24 de noviembre de 2010

El caníbal de Augenhöle

Ilustración: Odilon Redon


Si uno se coloca en el punto donde la mitad se hace exacta y mira hacia abajo desde el puente de su nariz puede contemplar, como la sombra descansa sobre el valle después de ascender la montaña, cómo la negrura de sus pobladas cejas invaden las laderas de sus párpados. Superada la colina del tabique se extienden, atravesadas por una nariz austera, dos vastas oquedades coronando sus mejillas. Al caer la noche oscurecen por completo el cerro de sus ojos y se convierten, con toda probabilidad, en las segundas o terceras depresiones oculares más hermosas del planeta. Y silenciosas, porque la leyenda de Augenhöle disuade incluso a los bohemios más aventureros. 
Dentro de la espesa selva de sus pestañas, como si alguien hubiese querido desenterrarlas, dos abultadas pupilas de terciopelo esconden una oscura, húmeda y templada mirada mansa. 


Hiciste un hatillo con tus miedos y te los tragaste. Caminaste durante horas y horas, Días que primero fueron semanas y luego meses. Parques, ciudades, carreteras, bosques y ríos: anduviste hasta que se convirtieron en años. Entonces llegaste y después de instalarte abriste el miedo, el que tenías antes de venir, el que llevaste a rastras mientras llegabas y el que tienes ahora de asomarte o de caerte en el vacío infinito de sus ojos cuando abandonan el horizonte del que cuelgan tus pupilas. Tienes miedo de encender el interruptor invisible que acelera los latidos de sus garfios oculares que miran, analizan, examinan, observan, investigan, avanzan, conquistan, derrumban, absorben, diluyen, mutilan, arrasan hasta que ¡plash! se escucha el colapso eléctrico de sus ojos. Agotados, se apagan. 
Tranquila, lo peor ya ha pasado y aún puedes mantenerte en pie. Sólo sientes frío., estás en carne viva. Entonces te das cuenta de que uno no puede pasearse por ahí con el alma abierta.
Nadie sobrevive a las leyendas. 

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